“Nuestro tiempo en parte nos lo roban, en parte nos lo quitan, y el que nos queda, lo perdemos sin darnos cuenta”
Séneca, año 55 d.C.
“No quiero perderme, no debo perderme”. Esa frase resuena en mi cabeza con demasiada frecuencia en las últimas semanas. Adentrarme en el desconocido mundo de la Gestión Sanitaria, con las luces y la purpurina de los éxitos, y con las pesadas sombras de la lentitud del Sistema, sus resistencias y limitaciones, me hace sentir un miedo atroz a dejar de ser la persona que soy, para convertirme en alguien que ha perdido su objetivo. Intento, como siempre, darle la vuelta a esta reflexión, para transformarla en un pensamiento optimista y positivo: “Estás aprendiendo, creciendo profesionalmente… te convertirás en alguien mejor”. Pero ¿y si eso no sucede? ¿Y si pierdo la esencia y el motivo de ser y estar? El pensamiento angustiante se rompe cuando llega el mensaje oportuno de un amigo: “Nunca dejarás de ser tú… y si te apartas, te lo diré.”
Concentrada en estos pensamientos, un día de guardia, de esos pocos días que aún mantengo marcados en mi agenda como “días de auténtica realidad”, comencé a analizar la situación. Llevaba semanas viendo como acumulaba tareas inconclusas, repitiendo la tan manida frase “no me da la vida para más” y llegando a casa con la sensación de no haber hecho absolutamente nada.
Era media tarde cuando un residente de primer año entró en el despacho. Lo invité a sentarse, pero me respondió que no tenía tiempo, ni siquiera había podido almorzar. Comenzó a hablar de un caso clínico, después de otro, sin concluir y sin una clara orientación diagnóstica. En ese momento recordé aquel primer post en Avances en Gestión Clínica “El tiempo en la mirada”[1], sobre la gestión del tiempo en la consulta y cómo cada paciente, necesita su tiempo de escucha, atención y resolución, y no pude evitar identificarme con ese residente. Había descubierto el motivo de mi pesar: yo no era más que una MIR de primer año de Dirección Médica, con grandes dificultades para gestionar mi tiempo.
Esta vez no eran los ojos del paciente, sino mi angustia y el trabajo acumulado, los que me hicieron detenerme y levantar la mirada. Sí, definitivamente, lo estaba haciendo mal. Había entrado en batalla con el tiempo, ese concepto indefinible, imprescindible e insustituible. Buscando en mi cajón de lecturas y apuntes, encontré un texto que hablaba de las 3 leyes sobre las que se basa la gestión del tiempo, para descubrir, que caía en la trampa de todas ellas:
1ª) Ley de Murphy: Todo necesita más tiempo del que pensamos. Nada es tan sencillo como parece. Si algo puede salir mal, saldrá mal. Esto me obligaba a planificar mi tiempo dejando además un margen para los imprevistos, para las dificultades. Pero ese tiempo, nunca estaba contemplado.
2ª) Ley de Parkinson: Las tareas ocupan tanto tiempo como les dejemos. Las tareas son como el agua en el mar, ocupan todo el espacio que les des.[2] Si disponía de tiempo y alguien lo demandaba, lo daba sin valorar la necesidad real de atender esa demanda, por miedo a tener que decir no o a parecer que no daba valor a los problemas que me presentaban, pudiendo dar una imagen errónea de lo que realmente era.
3ª) Ley de Pareto: Los elementos activos y productivos de nuestro trabajo suponen solo una minoría: Sólo el 20% de nuestro trabajo activo producirá el 80% de nuestra producción. El afán por trabajar mucho sin evaluar la eficiencia, eficacia y efectividad de las acciones, me habían hecho caer en prácticas de escaso valor, que de ninguna forma me acercaban a mis objetivos, gastando el 80% de mi tiempo en conseguir sólo un 20% de aquello que me había propuesto.
El error en la gestión del tiempo conlleva mayor dificultad para valorar y diferenciar lo urgente de lo demorable, lo importante de lo banal, debilitando la firmeza de nuestras metas e incluso haciéndonos dudar sobre nuestra propia capacidad como gestores. El tener un objetivo claro y alcanzable, con unas líneas de trabajo definidas es lo que nos conducirá a obtener resultados, y sólo si conocemos bien nuestro objetivo, sabremos identificarlo cuando lleguemos a él.
Pero nuestra realidad suele ser otra: vivimos nuestro tiempo apagando fuegos, que consumen minutos valiosos que dejamos de dedicar a lo verdaderamente importante: nuestros pacientes, nuestros profesionales, nuestra Sanidad. Cuando me preguntaban por qué quería dedicarme a la gestión, respondía que creía que las cosas podían ser diferentes, que las personas teníamos que estar en el centro del sistema y que había otros caminos para llegar hasta ese fin. Ese era, es y será mi objetivo, aunque ahora comprendo que el camino puede distraernos pero no debe frenar nuestro caminar.
El caos en la organización de mi tiempo en los últimos meses ha hecho que no tenga ratos para leer, ni para estudiar. Hoy no puedo hablar de libros, ni teorías sobre gestión sanitaria, y de antemano os pido disculpas. Pero durante estas “horas de auténtica realidad”, sentada frente al teclado, las palabras se han convertido en el espejo que me ha hecho levantar la mirada, detenerme y reflexionar sobre la importancia de dar a cada cosa el tiempo de calidad que necesita. Nuestro tiempo abarca nuestra vida y nuestras acciones. No podemos dejar que nos lo roben y, sobre todo, no debemos permitirnos el perderlo.
Referencias
[1] Post “El tiempo en la mirada“. Blog Avances en Gestión Clínica
[2] La ley de Parkinson: Aprovechar el tiempo y los efectivos disponibles. 50minutos. Abril 2016.
Foto de Kevin Ku
Estas palabras son precisamente las q esperaba de ti, sigues siendo fiel a tus principios y creo q estás donde deberías estar, tú vales para ello