La soledad

29/04/2024

“Vivo del pan que como, igual que vosotros,

 siento necesidades, saboreo el dolor,

 y necesito amigos…”

 Ricardo II, de William Shakespeare.

“Una lámpara, un sensor antihumo, los mismos azulejos verdes que componían el paisaje diario de mi Servicio de Urgencias…había hecho ese recorrido mil veces y de muy diversas formas; desde las noches en las que caminaba rápido hacia la consulta de críticos, con el corazón que se quería salir del pecho, hasta aquella mañana de mayo, tumbada en una cama como paciente, camino de la UCI. Pero ninguna de ellas se parecía en nada a la de aquel día; el pasillo me parecía extraño, frío y el camino se me hizo eterno. Respiré hondo, con cierta dificultad, y entré en la sala. Todos los que estaban allí eran mis compañeros, personas con las que había compartido muchas horas de mi vida. Y ahí, delante de ellos, me sentí como una extraña, en mi propia casa y rodeada de mi gente. Me asaltó un sentimiento abrumador y pesado, y entendí que en ese momento, ya no estaba dentro de mi equipo, sino mirándolos de frente, y que, a pesar de estar rodeada, allí, delante de todos, estaba sola”.

Hablamos poco de la soledad que muchos hemos experimentado alguna vez, en mayor o menor medida, cuando ocupamos un puesto de responsabilidad. Y posiblemente no lo hagamos porque puede parecer que, al sacar a la luz ese sentimiento, estuviéramos exponiendo ante todos los demás nuestra fragilidad, dando así una imagen de líder débil, que choca con la fortaleza que se presupone en nosotros. Hablamos poco de ella, pero existe, y se deja entrever cada vez que alguien nos pregunta “¿Cómo estás?” y se escapa esa media sonrisa mezclada con un suspiro que dice “Bien, sin entrar en detalles”.

En su libro “La soledad del directivo”, Javier Fernández Aguado y José Aguilar nos hablan de la soledad que se experimenta en los puestos directivos: se trata de una sensación de aislamiento y desconexión, que proviene del sentimiento de responsabilidad indelegable, y no debe plantearse como una defensa, sino como una protección de la propia capacidad de decisión.[1] No depende de la gente que los rodea, pero sí del nivel de comunicación que se establece con ellos, y si no es real, el sentimiento de soledad aumenta. Sentirse solo es bueno: existe una buena soledad que permite reflexionar, pero también hay una soledad mala, generalmente motivada por los errores del directivo, que hace que las personas con quienes trabajan se alejen. El éxito radicará en buscar el equilibrio entre soledad y comunicación.

”El peso de la púrpura” de la antigua Roma, perdura en nuestro interior, a pesar de que los modelos de gestión y liderazgo han cambiado considerablemente, transformando aquellos gestores, intolerantes o vigilantes, con equipos sumisos que aceptaban ordenes sin rechistar, en lideres motivadores que escuchan y hacen participes a todos de las decisiones.[2] Este cambio, hace que el sentimiento de soledad pueda ser menor, pero no lo hace desaparecer porque, aunque cambie en la forma, el fondo sigue siendo el mismo: el honor de dirigir está unido al deber de decidir. Nuestro trabajo diario nos obliga a tomar decisiones que a veces no son fáciles, no son compartidas ni comprendidas y, además, tenemos que transmitirlas a nuestros equipos, aun sabiendo que podemos pagar nosotros mismos el precio de convertirnos en líderes “poco amables” ¿Quién no ha sentido en esos momentos el peso de la soledad?

Pertenezco a un equipo directivo pequeño de un Área de Gestión Sanitaria, donde la responsabilidad de la organización recae sobre pocas personas. Estos equipos favorecen un trato más cercano, tanto con los profesionales de base como con los cargos intermedios, que no encuentran la barrera de las subdirecciones y pueden acceder directamente a Dirección, para comunicar problemas, urgentes o no, y buscar soluciones a los mismos. Esa comunicación, cercana y directa, que a priori debería ser algo positivo, termina convirtiéndose en una vía rápida de llegada de información que resta tiempo de dedicación a otras cosas, a veces más importantes, haciendo recaer sobre nosotros la responsabilidad de solución a todos los problemas, desde los pequeños hasta los mayores, haciéndonos pensar que estamos solos para todo.

No, nadie habla de su soledad, porque también creemos que somos los únicos que nos sentimos así. Esto, unido a la falta de confianza, el miedo a reconocer nuestra debilidad o no encontrar el foro adecuado, dificulta el hablar de lo que nos preocupa y de cómo nos sentimos, incluso ante compañeros que ostentan nuestro mismo cargo. Nos cuesta abrirnos a los demás, pero cuando logramos vencer esa barrera, descubrimos que no estamos solos y el “yo estoy igual” hace que el sentimiento de soledad sea menor y que nos reconozcamos en el otro, encontrando en él un refugio afectivo necesario. El compartir sentimientos y experiencias crea vínculos que hacen que nos convirtamos en un equipo en el que apoyarnos, donde encontrar consejo, comprensión y, a veces incluso, un hombro sobre el que llorar.

Porque no solo compartimos responsabilidades y problemas laborales, sino que compartimos sentimientos personales y vivencias. El trabajo en gestión, ocupa todo el tiempo y espacio que le dejemos, lo que nos obliga a separar muy bien aquel que dedicamos a nuestras familias o a nosotros mismos, del dedicado al trabajo, si queremos mantener un equilibrio entre nuestra vida personal y profesional. La realidad nos dice que esa línea de separación es fácilmente traspasable y, por lo general, el tiempo de trabajo y familia terminan mezclándose, a pesar de los esfuerzos que hacemos para que no ocurra, o al menos, para que no se note que ocurre. Entender una profesión que ocupa tanto espacio no es fácil y el hecho de que no nos comprendan las personas que están más próximas a nosotros, también termina convirtiéndose en un sentimiento de soledad.

Llevo semanas intentando escribir este post y no me sale otra cosa que no sea esto: “en muchas ocasiones me siento sola”. La responsabilidad pesa cada día más y da miedo no estar a la altura de lo que se espera de nosotros. Y no, no es un signo de debilidad, es signo de fortaleza. Mostrarnos tal y cómo somos, gestores reales que sentimos y padecemos, que necesitamos de los demás y que tenemos miedos, y ser capaces de integrarlo de una forma armónica en todas las facetas de nuestra vida, nos hace más competentes. Rompemos así la sensación de aislamiento, aumentando la confianza y el apoyo emocional ante la toma de decisiones con nuestros equipos, fortaleciéndonos todos. No estamos solos.

Hablamos poco de la soledad que sentimos…


Referencias

[1] Aguilar J. & Aguado J. F. (2010). La soledad del directivo (Vol. 5). Editorial Almuzara.

[2] Bennis W. G. (2009). On becoming a leader. Basic Books.

Foto de Pavel Neznanov

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