La fiebre: de la clínica a la Salud Pública

06/02/2023

Una de las causas de preocupación de las personas por su salud, es la fiebre. Sobre todo, cuando afecta a los niños. Aunque, como es sabido, la fiebre no es más que la señal que refleja una respuesta del organismo frente a determinados estímulos. Una reacción que puede resultar patológica si supera cierto umbral pero que es, más bien, beneficiosa. Para la salud de los que la experimentan, claro.

Porque en algunos casos, particularmente en los neonatos y los niños cuyo progenitor o progenitores trabajan y no tienen con quien dejarlos, y puesto que en las guarderías o los colegios no los admiten con fiebre, no tienen más remedio que echar mano de algún antipirético. Y exponerse a los eventuales efectos adversos correspondientes que, como no son muy frecuentes –al menos aparentemente– además de inevitable, resulta –de nuevo aparentemente– bastante sensato.

En este caso el problema no es biopatológico, sino más bien social. Lo que tampoco es raro, porque las dimensiones de la salud –indisociables– son tres: física, psíquica y social. De modo que las enfermedades que afectan a los seres humanos abarcan estos tres aspectos. Incluidos en el célebre modelo bio-psico-social propuesto por George Libman Engel.[1]

Y cómo las condiciones de vida de los seres humanos influyen decisivamente sobre la salud y la enfermedad. Sobre su presentación, pero también sobre la manera mejor de abordarlos. Lo que no quiere decir que los profesionales de la medicina clínica se tengan que convertir en salubristas, ni mucho menos, en activistas políticos.

Aunque esto último les sea exigibles en tanto que ciudadanos, como cualesquiera otros y que al necesitar imprescindiblemente de los demás es justo y necesario contribuir responsablemente a la subsistencia de la comunidad de la que formamos parte.

Pero lo que espera la sociedad de ellos es que actúen como tales. Que sepan ayudar a los pacientes en los problemas de salud que les afectan. Si puede ser curándoles y si no por lo menos aliviándoles, evitando además en lo posible la iatrogenia. Es decir que se comporten como clínicos. Lo que incluye tener muy presentes las condiciones de vida de sus pacientes.

Como ya sugerían los hipocráticos hace ya veinticinco siglos en “De los aires, aguas y lugares” o mucho más cerca de nosotros, los autores de las topografías médicas y, desde luego, los promotores de la denominada medicina social.

Pero la fiebre da más de sí. Porque al ser una señal puede advertirnos de algún peligro como pasa con el estrés. Y como con la ansiedad, puede tener su lógica tratarla sintomáticamente. Ya que puede bloquearnos. Y el empleo sensato de un ansiolítico puede ayudar a desbloquearse.

Lo que resulta benéfico si no contribuye a enmascarar la causa real de la ansiedad y sobre todo si no aplaza, relega u obstaculiza afrontar la causa original que desencadena la manifestación.

Análogamente, el estrés -de intensidad soportable- resulta un estímulo imprescindible para la supervivencia. Pero la fiebre, además, es una reacción defensiva directa del organismo. Una respuesta que, desde la perspectiva colectiva, ha supuesto una ventaja adaptativa en la evolución biológica.[2]

Desde mi punto de vista como epidemiólogo y salubrista me parece oportuno, además, denunciar la nefasta interpretación de la fiebre como sospecha de fuente de infección en algunas situaciones epidémicas, como ha ocurrido en la última pandemia.

Controlar la temperatura de los escolares, de los espectadores de teatros y cines o, todavía peor, de los pacientes de consultas de odontología y otros centros sanitarios, no tiene una justificación preventiva, porque se trata de un signo muy inespecífico.  

Es decir, muchas de las personas con fiebre, no son –ni han sido– fuente de infección de la COVID-19, por lo que la proporción de falsos positivos al tomarles la temperatura es excesiva. Tampoco la sensibilidad de la prueba es bastante, porque no se consigue detectar una proporción significativa de las fuentes de infección capaces de contagiar, ya que muchas personas infectadas no tienen fiebre. Algunas no todavía y otras nunca.

Y lo que es peor, la medida puede proporcionar una falsa confianza que precisamente relaje la adopción de otras medidas pertinentes. Por ello el propósito real de quienes han fomentado tal medida no parece que fuera era la prevención del contagio, sino más bien aparentar que se toman medidas.

Como especialista en Salud Pública y Medicina Preventiva, me ha llamado la atención el reciente trabajo de Silvia Wroteck y sus colegas que tras una rigurosa revisión recomienda dejar que, en los pacientes de COVID-19, la fiebre siga su curso, a menos que esté claramente contraindicado.[3]

Utilizando sus propias palabras –traducidas eso sí– “la fiebre funcional causa más daño a los patógenos y a las células infectadas que a las sanas (—) Durante la pandemia de COVID-19, los beneficios de permitir que ocurra la fiebre probablemente superen sus daños, para los individuos y para el público en general”.


Referencias

[1] Engel G L. The Need for a New Medical Model: A Challenge for Biomedicine . Science 1977; 196 : 129-36. 

[2] Kluger MJ, Kozak W, Conn CA, Leon LR, Soszynski D. The adaptive value of fever Infect Dis Clin North Am 1996;10:1-20.

[3] Wroteck S, LeGrand EK, Dzialuk A , Alcock J. Let fever do its job: The meaning of fever in the pandemic era . Evolution, Medicine, and Public Health 2021; 9: 26–35.

Foto de Markus Spiske

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