Salud, sanidad y salud pública

03/07/2023

Si entendemos la salud como un estado, como una experiencia o como una calidad, ya sea el bienestar completo: esa forma de vivir que es autónoma, solidaria y plena; o incluso la mejor adaptación –funcional y razonable– al entorno, es decir, algo diferente de no estar, no sentirse o no ser enfermo, entonces la salud no es equiparable a la sanidad, ni pública, ni privada.

A lo sumo –y no es poco– la sanidad es uno de los determinantes de la salud, un factor que puede ser promotor o protector, pero que también puede ser adverso, cuando genera yatrogenia. Los efectos nocivos indeseables; que no son –forzosamente– consecuencia de errores o de negligencias, porque como es sabido, todas las intervenciones sanitarias tienen pros y contras. Una cuestión de mucho interés teórico y, también, práctico que convendría desarrollar de otro modo.

Que sanidad no sea sinónimo de salud implica que las instituciones sanitarias que se llaman exclusivamente de salud, como algunas consejerías o departamentos podrían estar perpetrando una apropiación indebida o, al menos, generar ambigüedades, que favorecen la confusión.

Se podría aducir, por supuesto, que la voluntad de la designación fuera acentuar la importancia de la salud en relación a la enfermedad. Un propósito plausible –elogiable– que no garantiza que resulte conveniente.

Porque, como parece decir Bernat de Claravall, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La influencia –potencialmente positiva y también negativa– de otros determinantes sociales o culturales, si los tomamos en su conjunto, sobre la salud es mucho más intensa que la sanitaria.

Otra cosa es el papel de los sistemas sanitarios en lo que se refiere a la atención a los enfermos y al control de las enfermedades. Sin menospreciar, en algunos casos, la protección de la salud individual, mediante las actividades clínicas preventivas si son pertinentes y efectivas.

Sin embargo, las intervenciones proporcionadas individualmente a las personas, o sea la práctica clínica, están dentro del contexto de una tendencia tradicional basada en una perspectiva patogénica. Es a partir de los trastornos, limitaciones y sufrimientos de los pacientes, que se intenta averiguar algunas de las causas de las enfermedades, lo que permite vislumbrar el papel potencial de la prevención; ensanchando el paradigma de referencia y estimulando una actitud más proactiva.

Al menos aparentemente. Porque la lógica de la motivación sigue siendo, sobre todo, evitar los problemas de salud, más que promoverla. Un planteamiento que el informe sobre la salud de los canadienses de Marc Lalonde acentuaba, al estimar que los estilos de vida tenían mucha más influencia sobre la salud que el atribuible a los servicios sanitarios, mientras que los recursos dedicados a la sanidad multiplicaban los empleados en modificar los hábitos poco saludables.

Con independencia de la artificiosidad del cálculo, la conclusión era lo suficientemente rotunda como para estimular algunos cambios. Que podían dirigirse bien a las condiciones de vida y a sus determinantes sociales y culturales o bien focalizarse en la adaptación de la sanidad reivindicando la prioridad de la prevención de las enfermedades y la promoción de la salud. Un mensaje muy seductor.

Así que la salud de los canadienses y particularmente la teoría de los bloques de determinantes de la salud que, gracias a la sencilla versión de Robert Evans y colaboradores, en Cataluña y en España tuvo más impacto, remachó la reorientación de la sanidad pública, sobre todo de la atención primaria iniciada diez años antes.

Una reorientación que, a pesar de las voluntades de algunos de los líderes para no medicalizar inadecuadamente y exagerada las prácticas preventivas, no lo ha logrado más que esporádicamente. De modo que la mayoría de los cambios siguieron la tendencia dominante en la historia de la clínica: la perspectiva individual, el recurso a la capacidad y a la responsabilidad personal.

Una evolución a la que seguramente contribuyó –quizás involuntariamente– la inducción de muchas tareas alejadas de la formación académica de los clínicos, más adecuadas para epidemiólogos, sociólogos o politólogos, que requerían mucha dedicación y que no eran fácilmente utilizables en el contexto asistencial, tales como la elaboración de los diagnósticos de salud, por ejemplo.

Menospreciando así, que los conocimientos y las habilidades de los profesionales estaban básicamente relacionadas con la propedéutica, la fisiopatología más orgánica, el pronóstico o la terapéutica ya fuera profiláctica, sintomática, etiológica o paliativa. Y que cambiarlas no era sólo cuestión de voluntad.

De ahí que la imaginada atención primaria y comunitaria idealizada se haya convertido, en muchos casos, en un elemento promotor de comportamientos individuales que, al resultar a menudo poco practicables, generan sentimientos de culpabilidad que no son, precisamente, saludables.

Sin fomentar en cambio el afrontamiento en las causas originales, las causas de las causas. Muchas de ellas no son accesibles a la sanidad. Porque la información sobre las raíces de los problemas siendo necesaria no es suficiente para inducir el cambio real. Como demuestra el hecho de que hace muy poco, médicos y maestros, eran precisamente los que más fumaban tabaco. Y eso que eran los mejor informados de todos.

Los comportamientos humanos tienen sus raíces en las condiciones de vida, la calidad del trabajo, de la vivienda, del urbanismo, de la cohesión social, etc. Lo que llamamos los determinantes sociales. Factores que no son modificables sólo con información y consejos.

Y lo que es más importante, si la sanidad dispone de alguna intervención material, un medicamento o una actuación quirúrgica, recorrerá a ella. No sólo porque esto sí que puede hacerlo, sino también porque los indicadores –la concentración de colesterol o el grado de ansiedad, por ejemplo– mejorarán con hipolipemiantes o con ansiolíticos y como versa el refrán catalán “quien día pasa, año empuja”.

Está claro que la mejora es sobre todo cosmética y en muchos casos incluso peligrosa. Porque los factores de riesgo más que enfermedades, a menudo pueden ser señales de que algo no va. La ansiedad es un buen ejemplo de ello. Efectivamente, la inquietud es una alteración de la conciencia al identificar algún peligro o al sufrir alguna situación conflictiva, generalmente en el ámbito doméstico, laboral o social. La relación con familiares o vecinos que no funciona; un ambiente laboral hostil o el ruido en la calle, entre otras muchas.

Un aviso de que si lo interpretamos debidamente debe motivarnos para solucionar el problema que lo ha generado. Un aviso de que para que sea efectivo no es, precisamente, cómodo. Y que incluso puede convertirse en incapacitante si es demasiado intenso. De ahí que los ansiolíticos puedan ser una ayuda inestimable. Pero sólo por recuperar el aliento, no para esconder la señal y no afrontar la causa desencadenando que a menudo no es vulnerable directamente a la atención sanitaria.

Porque la sanidad no puede proporcionar ni instrucción a los iletrados, ni trabajo a los parados, ni casa a los desahuciados, ni compañía a los desolados ni, tampoco, subsidios a los necesitados. Que son reflejo de los determinantes sociales de la salud, entendida como decíamos al principio. Con una perspectiva salutogénica no patogénica.

No es que la sanidad deba ser forzosamente ajena a la perspectiva salutogénica, sino que no debería monopolizarla. Dado que al hacerlo lo más fácil es generar una medicalización inadecuada con un aumento de la yatrogenia tanto orgánica como social –recordando a Illich – sin menospreciar las iniquidades ni las ineficiencias que le son atribuibles.

La sanidad sí puede –y debería– contribuir con los otros agentes implicados (stakeholders) a la promoción de la salud, tanto personal como colectiva. Una contribución más. Mejor como catalizador que como líder, porque la potencia de la clínica sesga inexorablemente el rumbo.

La promoción colectiva de la salud comunitaria, como nos recordaba el congreso de cultura catalana de los últimos años setenta, es cosa de todos. Una función que desempeña la salud pública en su versión local, en su dimensión ciudadana.

Porque la salud pública que, a pesar de algunos todavía la confundan con la sanidad financiada públicamente, abarca al menos tres dimensiones. La que atañe a la promoción colectiva de la salud comunitaria ya mencionada; la que corresponde al ámbito más convencional del sistema sanitario que incluye investigación, docencia y asistencia y, también, la que constituye una faceta específica de la estructura gubernativa, un componente orgánico de las administraciones públicas con una capacidad –y una responsabilidad– proteger la salud comunitaria que hace posible el uso de la coacción.

Lo que Michael Foucault denominaba biopolítica.


Artículo publicado originalmente el 20 de febrero de 2023 en el blog del Cercle de Salut

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