Las personas, sanas y enfermas, cada vez estamos más enganchadas a los sistemas de salud; vamos a urgencias al mínimo atisbo de un mareo, al centro de atención primaria a pedir la baja por un resfriado y a las consultas externas de los hospitales para un control de los anticoagulantes. El gobierno inglés estima que el 5% del tráfico rodado de ese país está ocasionado por los contactos de los ciudadanos y ciudadanas con el sistema de salud, una actividad que siendo en gran parte evitable, ocasiona molestias a los pacientes, sobrecarga en los centros sanitarios y emisión de dióxido de carbono en la atmósfera.
Por otra parte, los contactos entre las personas y los sistemas de salud generan unas esperas enervantes sobre todo por la falta de información, ya que una cosa son los familiares en una terraza pendientes de una aplicación que les indica, con un grafismo comprensible, si su pariente todavía está en el quirófano o si ya ha pasado en la sala de recuperación; y la otra es el clima desalentador de una sala de espera sórdida donde las personas desconocen dónde debe estar la médica que debería haberlas visitado hace ya más de media hora, o cuando alguien va al control de enfermería de una planta de hospitalización y pide que quiere hablar con la doctora que lleva su madre ingresada, y no tiene ni idea si la persona uniformada que le ha atendido transmitirá su petición o se la llevará a casa con el cambio de turno. Por todo ello, sería recomendable que los sistemas de salud prestaran atención a las esperas de una manera más transparente y respetuosa, por lo que propongo cuatro sencillas recomendaciones inspiradas en el artículo enlazado de Gloria Galvez:
- Se debería informar de forma comprensible sobre los retrasos de los servicios, detallando los nuevos tiempos estimados y los motivos que los han generado.
- Deberían facilitarse aplicaciones que permitieran enviar avisos a los móviles sobre las actualizaciones de los retrasos, lo que permitiría que las personas afectadas pudieran salir fuera de los centros a estirar las piernas.
- En los mostradores de las salas de espera debería haber algún/a recepcionista en predisposición de responder a las preguntas más frecuentes.
- Se deberían ofrecer servicios para ayudar a hacer más llevadera la espera, como wifi, agua o café.
Algunas asociaciones, como la Fundación Kálida, están construyendo espacios cálidos (en el sentido literal y emocional) para los pacientes con cáncer. Se trata de lugares adosados o cercanos a los hospitales, pero fuera del núcleo asistencial, donde las personas pueden ir mientras esperan turno para una quimioterapia, o en tiempos muertos entre una prueba y una visita, o siempre que lo crean necesario. Son espacios donde se puede reflexionar con vistas a un jardín, charlar con otras personas en circunstancias similares o disponer de apoyo emocional si es necesario. También es remarcable la adaptación infantil de las salas comunes (no las llaman de espera) que la mayoría de hospitales pediátricos han llevado a cabo en los últimos tiempos, especialmente en sus unidades oncológicas.
El reto, sin embargo, es saber si los sistemas de salud podrían ir más allá de la imprescindible humanización de las esperas. ¿Y si hicieran un esfuerzo por evitar las visitas innecesarias? Para defender que esto es posible (y deseable), invito a tomar nota de dos iniciativas que considero valiosas: la primera es de un movimiento llamado Choosing Wisely Canada que se ha focalizado en detectar rutinas demasiado rígidas o demasiado paternalistas que provocan controles médicos excesivos, en vez de implicar a los pacientes para que gestionen mejor su enfermedad; y la segunda es la Unidad Funcional para niños y niñas con diabetes del Hospital de Sant Joan de Déu de Barcelona, que con su estrategia de desmedicalizar la vida de sus pacientes, les están ahorrando un montón de visitas ahora ya innecesarias, una excelente noticia para su rendimiento escolar y para la vida laboral de sus madres y padres.
Pongamos por caso que, en una supuesta organización asistencial que eventualmente dirigimos, inspirados por los dos ejemplos anteriores, ya hemos hecho el cribado de las visitas evitables, pero que, después de este valioso recorte, queremos ir más allá y nos preguntamos si es posible hacer desaparecer las salas de espera. Si este es el caso, recomiendo una visita al artículo del NEJM Catalyst “Nobody Wants a Waiting Room” (o al post que yo mismo publiqué al respecto), que explica con bastante detalle la experiencia de Dell Medical School de la Universidad de Texas, una organización que se ha propuesto abolir las salas de espera, de acuerdo con el siguiente criterio: cuando una persona tiene una cita para una consulta, el consultorio, durante el tiempo planificado, es suyo, o sea que los espacios asistenciales se reservan para los pacientes y no para los profesionales, como ya se hace con los hospitales de día. En este modelo de Dell Medical School, con el fin de dar respuesta a las nuevas necesidades de espacios asistenciales, eliminan físicamente las salas de espera y las reconvierten en nuevos consultorios diseñados pensando en el confort de los pacientes al tiempo que facilitan el trabajo de los equipos profesionales multidisciplinares.
En resumen, para reducir el efecto negativo de las esperas, sería necesario, en primer lugar, dejar de realizar toda la actividad asistencial que se cree que no aporta valor y, en segundo lugar, gestionar las esperas con un gran respeto por el tiempo de las personas, en una nueva visión que debería cortar de raíz la herencia que hemos recibido, en la que el tiempo de los profesionales es oro, mientras que el de los pacientes es paja. Transparencia y respeto, por tanto, es la respuesta a tanto desbarajuste; ni más ni menos que lo que esperamos de las compañías de trenes y de aviones cuando les hemos adquirido un billete.