Ficciones para ponerse de acuerdo

28/07/2025

A menudo, cuando me piden opinión sobre cuestiones de gestión en salud, me pregunto lo que puedo aportar realmente al debate. Soy una persona que se dedica a pensar en el futuro pero sin conocimientos específicos ni en gestión ni en salud. Por eso, me permitirá que comience este texto desde otro ángulo y en primera persona, porque lo que quiero compartir es una reflexión sobre cómo las experiencias personales influyen en la manera de afrontar los retos del futuro. Unos retos que, inevitablemente, también afectan a la sanidad, una pieza clave de nuestro bienestar colectivo.

Para ilustrarlo, partiré de una reciente conversación con una persona vinculada a la política —que mantendré en el anonimato, porque el personaje en sí es irrelevante—. El diálogo intentaba abordar varios retos de forma transversal y, a lo largo de su intervención, esta persona utilizó una serie de términos brillantes: progreso, bienestar, modernización… Conceptos con los que, de entrada, la mayoría de las personas en la sala podíamos estar de acuerdo.

Sin embargo, mientras escuchaba, me di cuenta de que, a pesar de compartir las mismas palabras, nuestras visiones sobre su significado e implicaciones eran muy distintas. Incluso los indicadores que habríamos utilizado para medir estos ideales eran radicalmente distintos —casi opuestos. Eventualmente, la conversación derivó en un intercambio de reproches, en el que cada uno atribuía al otro unos posicionamientos no expresados ​​explícitamente, pero sí reconocidos en privado. ¿La razón? La necesidad de concretar. Cuando ponemos nombre a las palabras abstractas y las convertimos en imágenes claras, aparecen inevitablemente tensiones. Si los imaginarios que cada uno tiene en la cabeza son diferentes, ¿cómo podemos llegar a un acuerdo sin ponerlos sobre la mesa? Es imposible.

Esta experiencia no es, ni mucho menos, una excepción. En la gestión sanitaria, a menudo me encuentro con discursos cargados de buenas intenciones y conceptos grandilocuentes que, a pesar de parecer consensuados, no descienden al detalle de lo que realmente significan. La política, a menudo, se basa en el arte de la retórica, al decirlo todo para acabar no diciendo nada. Pero la gestión es el arte de la concreción: tomar decisiones, establecer acuerdos compartidos y garantizar que todo el mundo avanza en la misma dirección con las herramientas adecuadas.

Más allá del ansia filosófica y disfrutar de las ideas, cabe recordar que interpretamos la realidad a través de nuestras experiencias personales. Autores como Daniel Wahl o Annick de Witt hablan de “worldview”, un concepto que describe cómo entendemos el mundo a partir de nuestros valores, imágenes y vivencias y que pueden definir radicalmente cómo actuamos, nos comunicamos, y, al fin y al cabo, nos relacionamos con el entorno. Por más abstractos que sean las ideas que expresamos, detrás de cada una hay siempre una imagen concreta y específica (aunque no siempre la sabemos o nos atrevemos a expresarla). Y, precisamente por eso, si queremos construir modelos de atención y servicios realmente útiles, no podemos quedarnos sólo con palabras dóciles y agradables: debemos hacer explícitos los imaginarios y preocupaciones que cada uno lleva dentro. Sólo así podremos debatir, confrontar visiones y, en última instancia, avanzar hacia sólidos y transformadores acuerdos.

Es precisamente por esa función que entiendo la (ciencia) ficción como una gran herramienta. Sé que puede parecer extraño hablar de ficción con personas que se dedican a la gestión sanitaria, pero la ficción nos sitúa en un espacio alternativo en el que podemos explorar posibilidades, articular soluciones e imaginar nuevos paradigmas para los problemas actuales. Nos permite jugar tanto con escenarios realistas como con transformaciones radicales.

Pongamos por caso que nos imaginamos un territorio donde la prevalencia del cáncer ha disminuido drásticamente. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha tenido que cambiar? Quizás la transformación urbanística ha hecho que las viviendas sean diferentes: ¿más amplias?, ¿menos? más ventilados?, ¿con qué materiales? Quizás la alimentación ha evolucionado: ¿se come carne de laboratorio?, ¿se come carne?, ¿de dónde provienen los productos alimenticios? Quizás el transporte ha cambiado o la sociedad ha aprendido a vivir con más calma. ¿Y qué ha pasado con los profesionales de la salud? Quizás ya no se dedican sólo a la asistencia aguda, sino que ahora los promotores inmobiliarios y los carniceros se han convertido en profesionales sanitarios en prevención y salud pública.

O, en otro escenario, podríamos imaginar sistemas de gestión horaria flexibles y autónomos, en los que cada profesional pueda gestionar sus turnos con mínima supervisión, pero con una adaptación automática para asegurar que siempre hay suficiente personal disponible. Quizás si dos profesionales deciden intercambiar un turno, sólo deben indicarlo en una aplicación, y el cambio se procesa de forma automática. Quizás si alguien se encuentra mal e indica que prefiere no ir a trabajar, el sistema puede notificar de forma inmediata a alguien disponible para cubrir el servicio. ¿Generaría desigualdades? ¿Quién saldría perjudicado? ¿Quizás deberían cambiarse los sistemas de retribuciones?

Los ejemplos son inacabados y tan cuestionables como deseables, pero sirven para mostrar que es mucho más fácil debatir, discutir y llegar a consensos cuando tenemos la capacidad de convertir el pensamiento abstracto en experiencias concretas y tangibles. Aunque, a veces, estas ideas parezcan descabelladas o generen confrontación, desconcierto o incluso incomodidad, es justamente en esa tensión donde se generan las mejores ideas.

Es en este espíritu que Josep Maria Monguet publicaba hace un año y medio en este mismo portal un cómic sobre la implementación de la inteligencia artificial en un hospital (Genxat llega a Vitapolis). Porque, al fin y al cabo, si no somos capaces de imaginar futuros posibles, ¿cómo esperamos construirlos?

Foto de Jeremy Yap

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